lunes, 27 de octubre de 2014

LITERATURA Y HOMOGENIZACIÓN

LITERATURA Y HOMOGENIZACIÓN

La literatura es un vehículo a través del cual podemos ver cómo se da el fenómeno de la homogenización cultural. En clase hemos dado lectura a versiones actuales de los relatos del Yashingo, la Yacumama y la Sachamama. 
Los invitamos a escribir sus comentarios sobre lo analizado en clase.

lunes, 13 de octubre de 2014

COSMOVISIÓN: MOSAICO AMAZÓNICO

COSMOVISIÓN: MOSAICO AMAZÓNICO

Te invitamos a copiar en esta entrada dos relatos de  culturas amazónicas que tú elijas.

LOS ÚLTIMOS ISKONAWAS.

Los últimos iskonawas

Hasta 1959, estas tres mujeres vivieron desnudas junto al resto de iskonawas que fueron
Hasta 1959, estas tres mujeres vivieron desnudas junto al resto de iskonawas que fueron "civilizados" por misioneros norteamericanos.
Ya casi nadie habla el idioma iskonawa: solo cinco ancianos, dos de ellos sordos. Cuando mueran, con ellos se extinguirán sus canciones, sus cuentos, sus piropos, su forma de pensar, todo. Será el fin de su mundo. Esta es la historia final del pueblo iskonawa y de cómo un puñado de personas en Ucayali está intentando rescatarlo de las cenizas.
Texto: Marco Sifuentes / INFOS 
Fotografía: José Vidal
EN EL INICIO DE LOS TIEMPOS, el páucar asesinó a todos los jóvenes que se le acercaban, disparando las plumas de su cola como flechas.
—¡Chiseketereeee! —decía acribillando a decenas de jóvenes desnudos, que caían muertos al pie de su árbol, un gigantesco árbol de maní—. ¡Ashpaketereeeee!
Texto: Marco Sifuentes / INFOS 
Fotografía: José Vidal 
EN EL INICIO DE LOS TIEMPOS, el páucar asesinó a todos los jóvenes que se le acercaban, disparando las plumas de su cola como flechas.
—¡Chiseketereeee! —decía acribillando a decenas de jóvenes desnudos, que caían muertos al pie de su árbol, un gigantesco árbol de maní—. ¡Ashpaketereeeee! 
Cuando ya no quedaba casi nadie vivo, se acercó un anciano hechicero al árbol gigantesco. El páucar lo miró un rato con sus ojos azules y luego le apuntó con la cola negra y amarilla.
—¡No me matas! —gritó el anciano, llamado Hanobo—. Solo quiero tu maní. 
El páucar, agradecido de que por fin alguien se dignara a hablar con él, no solo dejó que el hechicero y su gente recolectaran el maní. Además, les enseñó a sembrar, a cocinar susalimentos y a preparar la uma (un especie de chicha de maíz fermentado y plátano maduro).
Desde ese día, la gente de Hanobo se llamó a sí misma “iskobakebo”, que significa “Hijos del Páucar”.
Ahora, las tres últimas descendientes de Hanobo llaman a su pueblo “iskonawa” (algunos escriben isconahuas). “Isko” es páucar y “nawa” es foráneo, extranjero o, quizás, exiliado.
Pero de ellas y su exilio hablaremos más adelante.
Todavía estamos en el inicio de los tiempos y los Hijos del Páucar acaban de conocer la agricultura y la cocción. A diferencia de sus vecinos, los shipibos, que son ribereños y que por eso tuvieron contacto rápido con la cultura occidental, los iskonawa se adentraron más al monte. No pescan; esa es una costumbre shipiba. Lo que más les gusta a los iskonawas es el sajino trozado y ahumado.
(Eso sí, antes de cazarlo, le piden permiso a su yushin, su espíritu, tal como se los enseñó el páucar.)
Los shipibos y los iskonawas hablan idiomas parecidos pero distintos. Como el español y el portugués. No son dialectos, son lenguas de la familia lingüística pano, extendida entre las cuencas amazónicas de los ríos Ucayali y Madre de Dios.
El iskonawa es un idioma musical, lleno de verbos que son, en realidad, onomatopeyas. Esto, en teoría, evidenciaría una lengua poco abstracta. Sin embargo, también es bastante compleja: tiene hasta siete formas de conjugar el verbo en pasado (en español solo hay dos).
Por ejemplo, tendrían una forma distinta para conjugar los verbos del siguiente párrafo:
HACE MUCHO, MUCHO TIEMPO, los iskonawas eran cientos, quizás miles. Pero un día decidieron cruzar un río. Mala idea.
Quizás por un momento se olvidaron de las lecciones del páucar y no pidieron permiso al río. Estaban a medio camino cuando, de pronto, una shushupe gigantesca, una víbora con un lomo como serrucho, tsaass tsaass tsaass y cortó los puentes que habían tendido. Los maderos cayeron res res res al agua.
Un grupo había cruzado y el otro, no. Los Hijos del Páucar fueron separados.
—Ahora somos enemigos —se dijeron de una orilla a la otra—. Cuando yo te vea, te voy a matar. Y cuando tú me veas, me vas a matar. 
Los que cruzaron el río siguieron rumbo hacia lo que no sabían que (o quizás todavía no) era la frontera con Brasil, hacia lo que ahora es el norte de la Zona Reservada Sierra del Divisor.
En los últimos meses, la ONG Pronaturaleza y la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental han emprendido una campaña para convertir a la Sierra del Divisor en un Parque Nacional, la máxima categoría de protección ambiental posible. Un comité del gobierno deberá tomar una decisión en julio de este año.
Buena parte de la zona reservada ya está lotizada a madereros, mineros y a la petrolera colombiana Pacific Rubiales. Ascenderla a Parque Nacional podría salvar a la reserva de la depredación total.
Se dice que los iskonawas que viven en la Sierra del Divisor son “no contactados”, pero eso es un error. Hay reportes, que datan desde 1690 pero son más frecuentes en el siglo XX, de múltiples contactos con este pueblo. El patrón es el mismo: violencia. Asesinatos, robos, violaciones, esclavitud. No es sorprendente que su situación exacta sea, más bien, “en aislamiento voluntario”. Lejos de nosotros.
Pero los que se quedaron de este lado del río no pudieron mantenerse aislados.
HACE MEDIO SIGLO, la chica que todavía no se llamaba Juanita vio pasar un avión. Se asustó como si hubiera visto un meteorito. Pasó una, dos, varias veces. Volando bajito. Con mucho ruido. Y luego desapareció.
Juanita sabía que el avión, o nai itsa en su idioma, no auguraba nada bueno.
—Está viniendo mestizo para matar a nosotros —le dijo su joven esposo—.
Pero no eran mestizos los que venían en el nai itsa, sino dos misioneros evangélicos norteamericanos: Clifton Russel y James Davidson, de la South American Indian Mision. Era agosto de 1959.
Para entonces medio centenar de iskonawas vivían al pie del imponente cerro El Cono, quizás la última maravilla natural escondida del Perú. Su belleza simétrica, verde, solitaria, supera las palabras, en español o iskonawa. Ha sido llamado “el Alpamayo amazónico” por los pocos que han tenido el privilegio de toparse con él en medio de la más profunda selvabaja ucayalina, al sur de la Sierra del Divisor.
Para la chica que todavía no se llamaba Juanita, ese cerro era el Ruebiri y cantaba así:
—Juoooooaaaaaaah, así hacía Ruebiri —dice Juanita, ahora una coqueta bisabuela—.Hueco era. Por eso cantaba. Entraba mi abuelo por el hueco, como puerta, para hablar con su yushin , su espíritu.
Desde su avioneta, Russel y Davidson vieron las chacras de yuca al pie del Ruebiri. Y también vieron indígenas completamente desnudos. Los iskonawas vivían yurujaba, calatos. Algunos hombres se amarraban a la cintura un hueso de venado con el que se cubrían el pene. Las mujeres se colgaban una concha en el tabique nasal. Eso era todo. No hay un traje típico iskonawa; ellos vivían yurujaba.
La Biblia manda vestir al que está desnudo. Así que los misioneros emprendieron una azarosa marcha de diez días hasta llegar al pie del Ruebiri, junto a sus guías, los shipibos Roberto Rodríguez y Sinforiano Campos.
(Por ellos es que los iskonawas suelen apellidarse Rodríguez o Campos).
Si se hubieran encontrado con cualquier otro quizás la historia habría terminado, violentamente, aquí. Pero el grupo tuvo la suerte de tropezarse primero con el jefe del pueblo, Chachibai, que estaba en su chacra junto a su hijo. Los shipibos se adelantaron y les hablaron en un idioma que para ellos debe haberles sonado como el francés a nosotros:
—¡No nos matas! —entendió Chachibai que decían los shipibos—. Vas a comer maquisapa.
Era su forma de ofrecerles una vida mejor: el maquisapa es una presa difícil de cazar. Chachibai accedió a llevarlos a su pueblo.
Pero no, no vivieron mejor.
HACE TRES AÑOS, el lingüista Roberto Zariquiey, especialista de la PUCP en lenguas amazónicas, estaba trabajando su tesis de doctorado en Ucayali, cuando le pidieron ayuda para una shipiba. Zariquiey fue al hospital de Yarinacocha y allí conoció a Nelita Campos, que estaba muy grave.
—Yo no soy shipiba —le dijo Nelita cuando empezó a recuperarse—. Iskonawa soy. 
A Zariquiey se le encendieron todas las alertas. ¿Quedaban iskonawas vivos? En algunos catálogos idiomáticos el iskonawa figura como extinto. Los iskonawas contactados en los 50 se habían desvanecido, desperdigados por todo Ucayali.
Aquella vez, Russel y Davidson no tuvieron mejor idea que “civilizarlos”. Los sacaron del pie del Ruebiri, los vistieron como manda la Biblia y los llevaron a Callería, a vivir a un poblado shipibo llamado Nuevo Jerusalén. Las enfermedades diezmaron a casi todos
—Cuando vivía en Ruebiri no me enfermaba. ¡Nada! —dice Nelita, quien tenía unos 10 años cuando llegaron los misioneros—. Acá hay bastante enfermedad. 
Luego, en los 70, la hija de Russell murió ahogada en la selva y los misioneros regresaron a los Estados Unidos. Los pocos iskonawas sobrevivientes quedaron abandonados a su suerte. La mayoría se fue de Nueva Jerusalén. Una verdadera diáspora.
Por medio de Nelita, durante tres años Zariquiey se dedicó a reunir a los últimos iskonawas "contactados". Su proyecto: la documentación, el registro y la revitalización del idioma iskonawa. A través de la PUCP, donde es profesor del Departamento de Humanidades, y la Tufts University, consiguió un financiamiento de la National Science Foundation.
Según The Economist, salvar un idioma cuesta 192 mil dólares por un trabajo de tres años. Zariquiey y su compañero José Mazzotti, investigador de la Tufts, no han conseguido tanto dinero. Pero tienen un plan.
ANTEAYER, llegamos al Zambito, una ex discoteca convertida en albergue en el caserío de San José, a 40 minutos de Pucallpa. Aquí, una decena de iskonawas, reunidos desde distintos rincones de Ucayali, está trabajando junto a Zariquiey, que les paga una remuneración semanal por su tiempo.
De los diez, solo cinco, los más viejos, hablan iskonawa fluidamente y aseguran pensar en ese idioma. De ellos, dos, los varones, están casi sordos. José Rodríguez, que alguna vez se llamó Chibi Kanwa, se sienta y mira al grupo con una sonrisa. Pablo Rodríguez, esposo de Nelita desde que ella tenía 10 años y él 15, escucha un poco mejor pero, la verdad, tampoco aporta mucho.
—Ya está viejo mi marido —se ríe Nelita.
Lo cierto es que las mujeres iskonawas parecen envejecer mucho mejor que los hombres. Nelita, que ya debe pasar los 60 años, conserva una larga cabellera azabache. Más sorprendente aún es Juanita, la mayor del grupo, que ya tenía hijos cuando llegaron los misioneros en el 59 y que tiene solo una que otra cana por allí. Juanita casi no habla español, sino una mezcla de iskonawa con shipibo.
—Mi irukuin —me dice con una sonrisa picarona.
"Te está diciendo que eres bonito", me traducen. Lo malo es que me entero de que también le dijo lo mismo a Zariquiey.
—Es gente muy cortés, muy cariñosa, muy física. Te tocan mucho cuando te hablan —explica el lingüista—. Y nunca me habían besado tanto.
"Mi irukuin" es una forma encantadora de expresar simpatía, afecto, cariño. Si el iskonawa desaparece, nadie volverá a piropear así a nadie. Nunca más. Esa forma de amor se habrá perdido para siempre.
Salvar lenguas es, cada vez con mayor apremio, una emergencia cultural en un mundo en el que, gracias a la globalización, algunos calculan que el 90% de idiomas habrá desaparecido dentro de 100 años.
En el Perú, tenemos una gran riqueza idiomática: según la Unesco, albergamos más de 60 lenguas, la mayoría amazónicas (un fenómeno curioso: en las zonas calientes del planeta hay más diversidad de idiomas). La mayoría de ellas, también, en serio peligro de extinción.
—Cuando pierdes un idioma —dijo Kenneth Hale, colega de Chomsky en el MIT— pierdes una cultura entera, una riqueza intelectual, una obra de arte. Es como tirar una bomba en un museo. 
AYER, Isabel se aburrió de hablar del pasado. Ella es la más joven de los cinco iskonawas y quiere hablar del futuro.
Isabel es la hija de Juanita. Debe rondar los 55 años, era casi una bebé cuando llegaron los misioneros. A los 12 años su mamá la casó con alguien de 40, que le gritaba porque ella no sabía cocinar. Tuvo dos hijos, que se enfermaron y murieron.
—Así mi vida pasando —dice—. Yo he sufrido.
Por eso, ella quiere hablar del ahora y del mañana. Isabel denuncia que en la únicacomunidad iskonawa reconocida oficialmente, llamada Chachibai en honor a su último líder, casi no quedan iskonawas. Algunos shipibos, no todos por supuesto pero los suficientes, los maltrataban, se burlaban de "los calatos" y los trataban de ignorantes.
El líder de Chachibai se llama William, un chico de 24 años que es mitad shipibo y mitad iskonawa y que también está trabajando con Zariquiey. William, jean a la cadera y poloapretado, acepta que la última familia iskonawa que queda en Chachibai es la suya.
Los otros iskonawas denuncian que Chachibai, en el límite con la Sierra del Divisor, está tomada por los madereros. La última comunidad iskonawa, formada en el 2003 y protegida por la ley peruana, es, en realidad, shipiba y no está realmente protegida.
Isabel sabe que hay dinero en el mundo para lo que en Lima llamamos "la inclusión social". Denuncia que Aidesep no hace nada por ellos y que hay gente que se hace pasar por iskonawa para acceder a beneficios.
—Somos oro de gente —dice Isabel.
Los iskonawas que trabajan en el Zambito se han dado cuenta de que rescatar su idioma también tiene un lado práctico. Necesitan hablar iskonawa para demostrar que pertenecen a una etnia con derechos.
—Se han dado cuenta —explica Zariquiey— de que el idioma es una herramienta política de afirmación étnica.
Después de semanas de trabajo a 35 grados y rodeados de mosquitos, Zariquiey, los iskonawas y un grupo de estudiantes de lingüística de la PUCP ya tienen listo el primer borrador del Diccionario Iskonawa.
Aún continúan elaborando la gramática. Durante décadas, hablar iskonawa fue motivo de vergüenza, una evidencia de su pasado "calato". Para adaptarse tuvieron que aprender y usar el shipibo. Por eso, aún hoy, que se han convencido de la importancia de su propio idioma, a los iskonawas les cuesta no mezclarlo con el shipibo.
Salvar un idioma no es fácil. Especialmente si solo quedan tres personas que lo usan para pensar.
HOY, bailamos al estilo rewinki, abrazados en círculos. Una de las canciones pertenece al antediluviano género pachanguero de "hombres contra mujeres". Primero, ellos les dicen que les apesta la entrepierna; ellas responden:
—Isan koro wistori —al parecer hay una palabra para definir específicamente al pene pequeño—. Epe uá katsari —o sea, además, apestoso como la flor de la papaya. Todos se matan de la risa— .
Le pido a Isabel que me cuente un cuento que le contaban de niña y así aparece la historia de Rushumawi, el pelejo (una especie de perezoso): Había una vez un ladrón de plátanos. El principal sospechoso era un joven con la espalda llena de arañazos. Una noche, el dueño de la chacra de plátanos siguió al joven y lo descubrió todo: el chico robaba plátanos para conseguir los favores sexuales del perezoso. Por eso tenía la espalda arañada. El dueño de la chacra le tiró un flechazo a Rushumawi. Fin. Isabel se ríe de mi cara de desconcierto.
El equipo de estudiantes de lingüística trabaja, sudando y llenos de picaduras de mosquitos, fascinado por las particularidades específicas del idioma iskonawa. No son solo las onomatopeyas y las siete formas de pasado. Hay muchas reduplicaciones. Por ejemplo: "comer" es pi; "estar comiendo" es pi pi. Los iskonawas tienen un oído melódico y divertido.
—Waewaewaewaewae —así suena el inglés, según la desopilante imitación de Juanita de los misioneros—.
Son pequeñas escenas de un trabajo de rescate que no terminará aquí. Un equipo de la PUCP, encabezado por Patricia del Río, está realizando un documental sobre esta labor de salvataje. Dentro de unos meses, Nelita y los más jóvenes serán capacitados en el uso de computadoras con software en iskonawa. La resurrección del idioma parece una utopía. No existe una escuela iskonawa para la que se puedan desarrollar módulos de enseñanza del idioma. Zariquiey planea elaborar juegos para que cada familia se los lleve a casa. Algo así como la privatización del rescate.
La única pequeña luz de esperanza se llama Ian, el nieto de Nelita, de 3 años, que corretea por ahí hablando un poco de iskonawa. El mundo de los Hijos del Páucar se niega a morir.
Ya nos hemos despedido cuando Juanita, Isabel y Nelita nos sacan a bailar un último rewinki. Bailamos abrazados en círculos. Ellas cantan una melodía que suena a pájaros, a felicidad y a hasta luego. Me da vergüenza preguntar por la traducción.

lunes, 6 de octubre de 2014

El cazador- Pilar Dhugi

EL CAZADOR

Pilar Dughi

Edición para el club virtual de lectura En las nubes de la ficción.
Universidad del Pacífico, junio de 2013.


Darwin sabía que aquel ruido sordo e incesante que había escuchado durante toda la noche pertenecía al río grande. El torrente de agua más profundo y extenso que jamás hubiera visto. Detrás de la hilera de árboles de setico se encontraba el origen de toda la inquietud que lo invadía desde que Rolando, mando militar, lo destinó a buscar rastros cerca de la quebrada luego que dos combatientes de la Fuerza Principal, informaran que la patrulla del ejército había llegado. En un claro cercano se habían encontrado hojas de plátano, bien dispuestas como suelen usar los hombres que duermen sobre la tierra húmeda en las noches de campamento. La gente se había alertado y toda la Fuerza Principal huyó a la espesura de la selva aguardando la aparición súbita del enemigo. Pero ahora que Darwin había cruzado la quebrada, solo quería atravesar la barrera de los árboles de setico.

Descendió rodando por la pendiente, camuflado entre las lianas y hojas de la maleza, sintiendo el frío húmedo de la madrugada. Se detuvo atento descubriendo los sonidos entre los árboles, sin aflojar el cuchillo que empuñaba. Lo de la patrulla era una falsa alarma, lo sabía. El rastro era antiguo y hacía muchos días que los soldados debían haber pernoctado en el claro. Pero cuando los mandos dieron las directivas, él calló. Lo que deseaba era acercarse al río grande.

Avanzó hundiendo las piernas entre las piedras y lodazales, y el rumor de la crecida se hizo más nítido, como el de un manantial cayendo desde gran altura. Entonces lo vio. La gran superficie plana de aguas verdes apareció ante sus ojos. Más amplio de lo que había imaginado, sin límites en los confines de su mirada, custodiado en las riberas por los troncos blancos y espigados del setico.

Ahí estaba el camino que antiguamente habían utilizado los hombres para visitar a la gente que vivía en las orillas.
Luego de hacer un reconocimiento cuidadoso de la ruta que había seguido, regresó hasta donde estaba la columna. Los centinelas aguardaban. Le explicó al camarada Rolando sus dudas respecto a las huellas recientes que habían encontrado. El mando militar daba órdenes secas y directas. Nunca hacía comentarios, nunca dudaba. Se paraba callado con el fusil al hombro, pensaba un poco, y luego daba la directiva. Esta vez se demoró más del tiempo esperado. Darwin quería regresar cuanto antes, porque después de haber visto el río grande, lo único en que pensaba, era en hablar con su padre.

En otros tiempos, antes de que el partido iniciara la guerra, su padre le había contado cómo se navegaba por el río grande. Se visitaban pueblos y aldeas, se comerciaba con la cosecha de papas y de yucas. Los botes eran grandes y transportaban cocos y plátanos arracimados. Arroz, maíz, café, cacao, sal, gallinas y ganado. Así sería el reino de la abundancia que llegaría algún día y del que hablaba el partido. Por él era que las masas esperaban.

Aunque Darwin ocultaba sus emociones, ésta vez su dinamismo apenas podía encubrir los deseos que tenía de regresar al campamento. Impaciente y ágil, trepaba más rápidamente que cualquiera. Aquello no escapó a la observación de Rolando que conocía a cada uno de sus hombres. Darwin sabía que si reía, lo acusarían de estar alegre porque presentía que vendría la patrulla. Si mostraba tristeza, lo identificarían como un futuro traidor que tenía en mente escaparse. No ajeno a la mirada curiosa de Rolando, trató de medir sus gestos y recuperó la prudencia.

La caminata de regreso fue larga y agotadora porque se habían acabado las provisiones y, lo peor de todo, era que regresaban sin caza ni pesca. Uno de los hombres sugirió detenerse en un riachuelo para conseguir cangrejos. Apenas lograron pescar algunos boquichicos que comieron inmediatamente. Aquello les permitió recobrar energías para llegar al campamento.

El presidente del Comité de Organización de la Masa no permitía que la gente hablara en grupos de más de dos personas. No era correcto conversar cosas al margen del partido. Los comentarios y pensamientos siempre se expresaban en las reuniones de formación, y tampoco era adecuado que los padres e hijos confraternizaran cuando éstos últimos ya estaban integrados a la Fuerza Principal. Esta era una columna militar que tenía sus propias directivas y organización.
Cuando los padres cometían alguna infracción, los hijos ya no podían intervenir. No había relaciones familiares en el partido. Pero esta vez, Darwin se las arregló para acercarse a su padre a la hora de la comida. Apenas cruzó algunas palabras, pero acordaron encontrarse al día siguiente en un claro cerca del puquio que los surtía de agua. Lo harían cuando la luna estuviese todavía en lo alto, cuando Darwin saliera a hacer el cambio de guardia con los centinelas.

Había cumplido cinco años el día que su padre llegó con él al campamento del partido. Entonces vivían en Primavera, una comunidad en donde tenían una chacra, patos y gallinas. Un día abandonaron las tierras y caminaron una semana monte adentro. Llegaron al campamento y Darwin se incorporó con los otros niños a la Escuela de Cuadros. Desde entonces su padre se separó de él y los mandos le enseñaron los libros y las directivas del partido. Aprendió a cantar los himnos y a  ntrenarse para el combate. La vida era una guerra hasta que todas las cabezas negras cayeran y llegara la nueva sociedad. La Fuerza Principal era la columna de combatientes destinada a conducir a las masas a la victoria. Cuando él cumpliera los doce años pasaría a ser parte de la Fuerza Principal. Su padre era miembro de la masa como la mayoría de hombres y mujeres adultos del campamento. Los mandos entrenaban a los cuadros jóvenes para convertirlos en soldados. Él había aprendido a manejar fusiles ligeros, a armar y desarmar las granadas que hurtaban a los enemigos, a husmear los rastros en el monte a través de las ramas quebradas y las huellas en el barro.

Durante las horas siguientes apenas durmió, esperando que clareara el día. Sabía que de todas maneras podría morir, si no en la huida, tal vez cuando se entregase a la base militar. Quizás lo golpearían y torturarían. Pero, si se quedaba, también moriría tarde o temprano. Desde que la idea de escapar había sido mencionada por su padre, Darwin había experimentado una sensación extraña de vergüenza y temor pero luego, poco a poco, había terminado por aceptar que era un traidor. Ya había traicionado al partido con sólo desear huir. Pensaba en Shoreni y todavía la rabia lo invadía.

Recordaba que los hombres se equivocaban y juzgaba que los mandos estaban en un camino incorrecto. Ya no sabía exactamente qué era lo correcto o lo incorrecto. Tampoco si hacía bien en escuchar a su padre que era de la masa y, desde mucho tiempo atrás, él sabía que la masa no era combatiente. Pero comprendía que sin radio y sin comida pronto serían asediados por las patrullas del ejército y los débiles y enfermos serían rematados por los mandos. Nunca se había enfermado, pero ya había experimentado el miedo y la promesa del río grande había terminado por convencerlo. Ver aquella infinita superficie de agua lo condujo a pensamientos antiguos, imágenes de muchos hombres y mujeres caminando en carreteras, cruzando valles, arreando ganado. Estampas que recordaba de su infancia y que ahora aparecían con sorprendente intensidad.

Al día siguiente formó la hilera acostumbrada, entonó los himnos y acudió a la guardia de vigilancia que era el puesto al que estaba destinado. Lo hizo con gusto porque sabía que sería la última vez. Ya no volvió a ver a su padre pero estaba preparado para encontrarse con él.
Todas las madrugadas, cuando aún no había clareado el día, la masa se formaba en columnas disciplinadas entonando los cantos del partido. Luego los hombres y las mujeres se dedicaban a sembrar, pescar y a la preparación de los alimentos. Los niños acudían a la escuela hasta el momento en que todos se reunían para compartir la comida. Ahí se leían en voz alta las cinco tesis filosóficas del camarada Mao mientras se comía en silencio. La disciplina era la principal enseñanza del pueblo y cualquier infracción habría sido corregida. Ellos tenían la sabiduría de las masas que el enemigo desconocía. A veces, de noche, cuando todo era negro, los centinelas daban la voz de alerta y, a una orden del mando militar, eran despertados y abandonaban el campamento. Era el peligro de la patrulla.
Al final de la jornada regresó a su cabaña y durmió profundamente. Confiaba que la guardia de relevo lo despertaría como ocurría cuando le tocaba la vigilancia nocturna. Pero esta vez los rayos del amanecer le abrieron los ojos. No lo habían ido a buscar. Se levantó sigilosamente entre los compañeros que aún dormían y salió con su atado. No sabía qué había pasado, pero ya no tenía tiempo para averiguarlo. Su padre lo estaría esperando en el manantial y, apenas fuera descubierto, ambos serían muertos. Por la intensidad de la luz, calculó que muy pronto saldría el sol. Cuando llegó al puquio, su padre no estaba. Buscó en el lodazal y encontró las huellas. Cansado de esperarle, había partido. Darwin inició una larga caminata hasta la cima de una meseta que conocía bien. Ahí esperó hasta que el sol brillara en lo alto. Su padre no daba señales por ninguna parte. Supo que no podía esperar más. Tampoco podría regresar jamás al campamento. Ya era un traidor. Así que inició rápidamente su marcha, comiendo poco a poco la yuca seca que llevaba en el atado. No descansó en ningún riachuelo y evadió los comederos de los animales del monte. Aquellos también eran lugares de emboscada.

Después de mucho tiempo de andar llegó al río grande. Desde ahí sería más fácil dirigirse hacia algún poblado. No sabía cuánto tiempo demoraría, pero podría pescar en la madrugada y resistir más días en el monte. Luego de explorar arduamente, se dispuso a reposar bajo las copas de los árboles que albergaban numerosos guacamayos.

En la madrugada lo despertaron los alaridos inusitados de los pájaros. La agitación de las aves lo alertó inmediatamente. Algo había cerca de la orilla. Sin moverse, casi conteniendo la respiración,  escuchó. Se oía claramente el chapoteo en el agua de algunos pies que luchaban contra las ciénagas. De pronto todo se hizo silencio de nuevo. No podía desplazarse para no descubrir su presencia. Podría ser alguien del Comando de Aniquilamiento. Alguien enviado por el partido.
Cualquier cosa que fuese, ya lo habían detectado. Shoreni le había enseñado a distinguir el graznido de retozo del guacamayo de aquel que indicaba una presencia extraña en su territorio. Aquellas aves lentas, de pecho verde y rojo, acostumbradas a permanecer inmóviles durante largas horas hasta que  refrescara el sofocante calor del día, solo gritaban así ante la presencia del depredador humano que los cazaba por su colorido plumaje.

Decidió erguirse lentamente y avanzar hacia el río. Oculto entre las ramas pisó la arena blanda con cuidado hasta llegar a un pequeño desnivel cubierto de caña. Al levantar la cabeza, lo vio. En un instante sus ojos se encontraron con otros ojos. Ambos estaban separados por un pequeño recodo del río. Echó a correr enloquecido, saltando entre los arbustos espinosos y sin saber hacia dónde dirigirse, internándose cada vez más en lo profundo de la espesura.

Al llegar a una cuesta empinada se detuvo a escuchar. Oculto tras un grueso tronco, esperó un tiempo hasta acostumbrarse al bullicio desordenado de la selva. Buscó en el ambiente algún signo familiar. Se deslizó hacia un rectángulo de tierra cubierto de excrementos de cotomonos. Llevaba el sentido de alerta en la piel. Siempre había estado preparado para huir, acostumbrado a dormir ligeramente, listo para hacer un atado con frazadas y botellas de agua que rápidamente cargaba al hombro, para desaparecer entre las malezas cuando los mandos disponían el abandono del campamento. Toda la aldea, ordenadamente, recorría los túneles y caminos disimulados entre los arbustos, sorteando las  umerosas trampas. Aquellas fosas tapizadas de lanzas afiladas de chonta, dispuestas estratégicamente alrededor de las trincheras y a lo largo de los senderos.

Caminaban en filas y en silencio . Al llegar a un claro, deliberaban las normas de seguridad y todo era empezar de nuevo. Se macheteaban las cañas y se construían las cabañas con techos de palma. Se desbrozaban los terrenos de cultivo y los centinelas se apostaban en los lugares altos acechando el horizonte. Por la noche se repasaban las cinco instrucciones de resguardo militar que todos repetían de memoria y en grupos. Estar atentos a las órdenes del mando político. Vigilar los cinco puntos cardinales. Resguardar a la masa. Constituirse en columnas de retirada. Replegarse organizadamente. Eligió un lugar blando para cavar. Hizo un hoyo de mediana profundidad contra el árbol y se hundió en él, cubriéndose con ramajes. Podría descansar ahí toda la noche, su refugio sería seguro contra las bestias. El aullido nocturno del cotomono sería el mejor guardián de su sueño y el olor a orines de las hojas de tumbo alejaría a los tigrillos y a las serpientes.

Era Mardonio. Fuerza Principal como él. Mardonio había sido enviado a liquidarlo. No había podido distinguir bien si llevaba flechas o retrocarga. Lo más seguro es que no tendría ni lo uno ni lo otro.
Los del Comando de Aniquilamiento no usaban municiones. Se llamaban los cazadores porque aniquilaban con machete y cuchillo.
Lo estaba siguiendo. Mardonio era más corpulento pero también más lento que Darwin. Siendo un par de años mayor, desde que ingresó a la Fuerza Principal fue destinado al Comando de Aniquilamiento. Pero desde hacía mucho tiempo los aniquiladores casi no actuaban porque el campamento se había internado monte adentro. Cuando las patrullas del ejército no asolaban la región y podían desplazarse libremente, los cazadores ultimaban a los soplones y sospechosos que trataban con los cabezas negras. Pero luego el partido se debilitó y tuvieron que retirarse de las aldeas ya que los colonos comenzaron a mostrar recelo ante la presencia de los foráneos. Entonces el comando se convirtió en fuerza de avanzada para explorar las comunidades. Ahora el partido había ordenado liquidar a los traidores.

No podía estar alerta porque el cansancio lo vencía. Luchó contra el sueño pero al final se abandonó a él. Por momentos abría los ojos; todo estaba confuso y ya no veía ni escuchaba nada. Cuando despertó, la noche estaba cerrada y obscura. No había luna y el día vendría de golpe. Darwin había cumplido. O por lo menos lo había imaginado cuando pensaba que llegando a la edad necesaria se incorporaría a la Fuerza Principal. Veía cómo los chicos mayores abandonaban orgullosos la cabaña para recibir la escopeta de retrocarga, y de ahí ya no se les veía en los días que duraba la vigilancia del monte o la intervención militar para el apoyo logístico. Luego aparecían con gallinas, sajinos o venados. Traían pescados y cargas de yuca que la columna había podido expropiar fuera. A veces los colonos o los nativos cooperaban. Otras veces lo hacían a regañadientes porque no eran masas que conocieran el proyecto del partido.

Esperó pacientemente que apareciera la luz. Mardonio debía seguir la misma ruta que él. El río. Estaban en la misma orilla. Cuando amaneció, reanudó la caminata. Bajó lentamente por la pendiente pedregosa, soslayando los claros descubiertos. Había trepado una buena distancia porque no había signos de humedad por ninguna parte. Descendió hasta descubrir la gran superficie.
Agazapado entre los matorrales, intentó vislumbrar algún indicio de presencia extraña, pero el silencio era total. Sólo un martín pescador descansaba quietamente sobre un madero cercano a la ribera.
No había pensado en otra cosa desde niño que incorporarse a la Fuerza Principal. Le aburría repetir los párrafos enteros de las obras completas de Marx que el profesor de la Escuela de Cuadros le obligaba a memorizar. Darwin y sus compañeros a veces no entendían, pero el maestro afirmaba que cuanto más repitieran, todo se iría aclarando. 
Mardonio conocía el camino a las comunidades. Lo estaba acechando precisamente en aquella ruta. No tenía más alternativa que seguirlo y cazarlo antes de ser descubierto por él. Pero tampoco tenía víveres ni agua, y no podía demorarse mucho.

Pensó cómo en los primeros años la vida en el campamento era distinta. Había yuca y plátanos para el desayuno, carne para el almuerzo y sopas de arroz y hierbas por la noche. Pero en los últimos tiempos, la comida había comenzado a escasear. Pronto, las columnas de reconocimiento para el apoyo logístico, que realizaban el abastecimiento del campamento, regresaban enflaquecidas, sin animales de caza, ni aves de corral, ni sacos de legumbres, ni peces del río.
Tenía que encontrar a Mardonio y tenía que hacerlo pronto. Armado solo con un cuchillo, tendría que estar muy cerca de él para cazarlo. Sintió que toda su sangre palpitaba al imaginarse la figura humana de su enemigo arrastrándose sobre la arena. Giró suavemente, peinando el terreno con la vista. El paisaje tenía suficientes claros como para percibir el más ligero movimiento entre el follaje.

Cruzó sus piernas con sigilo y esperó, protegido por las lianas que hacían un refugio seguro alrededor de él. En aquella soledad, su mente se poblaba de imágenes. Recordaba la vida sin descanso. Los hombres y mujeres huyendo. Los chicos adelgazando y empalideciendo. Darwin se acostaba por las noches con el estómago contraído mientras se repetía: “Los combatientes estamos dispuestos a ser invencibles”. Al principio, aquello lo dotaba de fuerzas y le hacía resistir el hambre.
Luego las palabras fueron perdiendo su poder mágico. Soñaba con lonjas de carne asadas en el fuego, con yucas rociadas con sal, con jugo de coco resbalándole por el cuello y mojándole toda la ropa. Los sueños de comida eran inacabables y él se sentía avergonzado. Contarlo a cualquier camarada hubiera sido expresar un signo evidente de debilidad y aquello lo hacía sentirse mal. Se levantaba más temprano que el resto y formaba fila rápidamente. Se concentraba esmeradamente en las tareas que el comité del partido asignaba a la Escuela de Cuadros, no se quejaba cuando las horas pasaban y no había comida, pero cada vez se sentía con menos fuerzas.

Su padre realizaba calladamente las labores que le correspondían. A veces conversaban, pero las oportunidades eran reducidas. En tiempos de guerra no había mucho lugar para charlar, y esa era una regla que todos respetaban.
Estuvo largo tiempo ensimismado hasta que escuchó un deslizamiento lento y característico sobre el terreno blando, hacia su izquierda. Empuñó el cuchillo dispuesto a saltar al menor movimiento. Pero  el ruido continuó desplazándose cada vez más hasta alejarse hacia la orilla. Luego se hizo silencio.

Mardonio avanzaba lentamente y se detenía también. Convenía divisarlo primero, y luego seguirlo. El bufido de un animal grande sorprendió la quietud. Era una respiración jadeante con resoplidos entrecortados, como el de un puerco de monte. Trotaba rápidamente y se dirigía también hacia la orilla. La respiración se detuvo durante unos segundos. Luego se escuchó un chillido agudo, ruido de cañas al ser quebradas y el bramido se volvió un gorgoteo intermitente como si el animal se estuviera defendiendo. Luego la bestia gruñó y se revolcó en la arena.

Aprovechó para levantar ligeramente la cabeza y distinguió la espalda y el cabello ensortijado de Mardonio en el lugar de la lucha. Se levantaba y agachaba sucesivamente hasta que, por fin, el animal calló.
Luego Mardonio arrastró el cuerpo del animal. Aunque era el momento ideal para abalanzarse sobre él por la espalda y degollarlo, estaba demasiado lejos y había tiempo suficiente para que lo escuchara  deslizarse antes de que lo alcanzase. Corría el riesgo de perder la oportunidad que ya había ganado. Seguirlo. Ahora Mardonio era su presa. Pensó que podría atacarlo si se daba la vuelta completa y lo acechaba hasta el momento en que terminara de despellejar al cerdo y se dispusiera a comerlo. Ascendió cautelosamente hacia la parte alta de la cuesta.

Se detuvo al lado de un tronco de pacae tratando de acallar su respiración entrecortada. Fue entonces cuando escuchó un siseo rápido. Volvió la cabeza y vio a la shushupe de ojos achinados y lengua afuera. Se arrastraba ondulante sobre la tierra. El reptil pareció no verlo. Estaba apenas a unos pasos de él, pero seguía impasible su ruta.
Darwin contrajo la mano sobre el mango del cuchillo.
De pronto, la serpiente se detuvo y se enrolló lentamente sobre sí misma. Aunque no tendría más de siete pies de largo, estaba en el radio de su alcance de acción. Contuvo la respiración pero supo que el reptil captaría las más tenues vibraciones del aire y su olor lo delataría inevitablemente.

Cogió una piedrecita y la arrojó al lado opuesto a donde se hallaba. El animal levantó la cabeza suavemente, ladeando su cuerpo en distintas direcciones, tratando de identificar al intruso que aún no era visible. Con un rápido reflejo, Dawin se irguió violentamente y dió un gran salto hacia lo alto, antes que el animal lanzara airadamente la cabeza hacia adelante, mostrando sus afilados colmillos. Cayó de nuevo sobre la tierra y corrió con toda la rapidez que aún le era posible.
Arañándose y desgarrándose entre los arbustos espinosos, trató de alcanzar la protección de los árboles altos y apretados de la cima.

Su desesperada huida no le permitió distinguir cuán cerca se encontraba Mardonio. Cuando su cuerpo se negó a obedecerle y las piernas se acalambraron, se arrojó detrás de un matorral. Agitado y aterrado esperó lo peor. El canto continuo y alegre de unas pavas lo tranquilizó. Aunque no podía verlas, escuchaba que cotorreaban y saltaban muy cerca de él.
No se atrevía a moverse y permaneció encogido y tieso en la misma posición hasta que la cháchara de las aves se fue haciendo cada vez más lejana.

Tenía la seguridad de haber despistado momentáneamente a Mardonio. Empezó a caer un goteo de agua que fue haciéndose copioso y rápidamente se convirtió en lluvia. Empapado, se sacó la camisa y la estrujó, bebiendo el chorro con avidez.
Le intimidaba estar sin flechas en territorio de fieras. El cerco del ejército y los sucesivos enfrentamientos armados habían obligado el éxodo definitivo de los animales, reduciendo cada vez más las tierras de caza. Por ello, una tarde, cuando la columna de combatientes regresó del monte con un gran ronsoco de más de treinta kilos, todos manifestaron gestos de júbilo que fueron rápidamente acallados por el mando político que inició una arenga enfurecida. Manifestar júbilo era una expresión de flaqueza. Demostraba que los hombres y las mujeres no estaban satisfechos con la alimentación que recibían y eso doblegaba la voluntad que todos debían tener para continuar en la lucha por la victoria. Una debilidad así era casi una traición. Colocaba al campamento entero en una situación de vulnerabilidad frente al enemigo. Vendrían tiempos mejores pero ahora era necesario ocupar toda la voluntad en el objetivo principal, valorando los alimentos que se podían obtener.

Darwin recordó que aquella misma noche los obligaron a todos a formarse en el centro del campamento. Ahí se acusó a Gaspar, un chico de siete años que pertenecía a la Escuela de Cuadros, de robar un pedazo de ronsoco y devorarlo a escondidas. Gaspar era reincidente porque ya otras veces se había escapado de la escuela y lo habían encontrado en el monte. El mando político acusó a Gaspar de ladrón, indicando que con su conducta estaba arriesgando la vida de todos. Señaló que aquello era  alta traición y procedió a dictaminar su condena. Un hombre del Comando de Aniquilamiento estranguló a Gaspar con una soguilla. La madre de Gaspar lloraba en un rincón del destacamento y pedía que lo perdonasen. La hicieron callar y luego disolvieron la formación de la gente, señalándose que debían regresar a las cabañas.

Aquella noche y en las siguientes, la madre de Gaspar caminó de un lugar a otro, como loca, llorando. Luego se calló y no volvió a llorar más. Darwin entonces comenzó a sentir miedo. Miedo de lo que le podría pasar si violaba alguna de las enseñanzas del partido. Hasta entonces se había sentido invulnerable. El profesor de la Escuela de Cuadros discutió con todos el caso de Gaspar.
Llegaron a la conclusión de que había sido un mal elemento y que después de tantas reincidencias ya no se podría corregir. En tiempos de guerra no se debía proteger a ladrones o a mentirosos. Desde entonces, el miedo no lo volvió a abandonar.

El aguacero caía incontenible, por lo que se acurrucó bajo un gran árbol de palma. Esperaría hasta que parara la lluvia y volvería a descender otra vez hacia abajo, hacia la orilla. No podía escaparse por el monte porque con toda seguridad se perdería y sería muerto por Mardonio. Estaba seguro de que el río era la única ruta que podía utilizar para desplazarse, aunque ahora ahí lo estuviera esperando Mardonio. Había perdido una oportunidad pero ya no desperdiciaría otra.

Mucho tiempo atrás, durante un invierno que cubrió la selva de neblina espesa, varios helicópteros del ejército sobrevolaron el campamento dejando caer una lluvia de rectángulos plastificados de color blanco y rojo. El comité político requisó todos los que cayeron en las cercanías. Algo de esto hablaría la gente, porque en una asamblea el mando habló de los arrepentidos como traidores e inconsecuentes, perros de cabeza negra, shushupes, y muchos insultos más. A continuación, leyó uno de los plastificados: “Hace más de un año que está vigente la ley del arrepentimiento. No hagas caso a los engaños y mentiras de Sendero Luminoso. Escapa y ven a la base militar o a la comunidad de ronderos más cercana. Los ronderos asháninkas y tus familiares te esperamos con cariño. Todos los que han escapado hasta el momento viven libres y felices con nosotros. Reciben apoyo inmediato de nosotros y el Estado. Es mentira que te vamos a matar. La ley de arrepentimiento te ampara”. Luego de leer el plastificado el mando explicó la mentira que los cabezas negras estaban haciendo con las masas que no estaban suficientemente vigorizadas con las enseñanzas del partido. Los militares torturaban a los capitulados para sacarles toda la información, quemaban viva a la gente que se entregaba.

Había que tener mucho cuidado con aquellos que traicionaban al partido porque hacían peligrar a todos. Explicó que en otros campamentos, sectores ingenuos de la masa estaban creyendo en esas artimañas. Los escapados recibirían todo el peso de la justicia del partido por su rebeldía. Luego de la arenga, las filas fueron disueltas y Darwin regresó a la cabaña donde dormía con sus compañeros de la Escuela de Cuadros. Shoreni era su amigo desde que ambos habían llegado al campamento. Era asháninka, cazaba mejor que él y sabía nadar. Los asháninkas eran altivos y orgullosos y, a pesar de las miradas de reprobación de los mandos, se reían y hablaban entre ellos en su lengua. Ambos se habían formado juntos en la Escuela de Cuadros.
Shoreni era parco, pero trabajaba bien en el huerto, hacía flechas de chonta y le había enseñado a Darwin a desarmar la vieja radio del campamento. Esperaba, como él, llegar a la edad necesaria para incorporarse a la Fuerza Principal.

La lluvia arreciaba todavía y ya estaba oscureciendo, así que arrancó hojas de plátano para protegerse. Pensó que Mardonio no iba a abandonar el cerdo a los gallinazos. Pudo haberlo alcanzado cuando lo vió saltar entre los árboles pero prefirió regresar hacia su animal muerto.
Una noche, mientras preparaban los alimentos, su padre se había acercado. Los mandos se equivocan, murmuró. Darwin tuvo miedo. Miedo de que su padre hablara. No digas eso, le contestó. El mando Rolando se equivoca, insistió su padre. La gente tiene hambre y solo la Fuerza Principal come. ¿Acaso así ellos están resguardando a la masa como dicen? todos nos vamos a morir de hambre.
Darwin se había apartado pensando que no podía decir nada porque habría sido una debilidad expresar sus temores. Tampoco podía acusarlo porque los matarían a ambos. El tono de voz del padre mostraba rebeldía y Darwin se había sentido incómodo. Su padre era de la masa y toda la gente de la masa era débil.

Aún lloviendo inició de nuevo la caminata sobre el barro sin dejar de estrujar la camisa cada cierto tiempo para beber agua. Seguiría manteniendo la misma distancia al río, pero apenas cesara el aguacero tendría que descender de todas maneras. Si se encontraba con una patrulla del ejército se acercaría y se entregaría, aunque sabía que tal vez podría ser asesinado si descubrían que era Fuerza Principal.
La primera vez que fue convocado para una incursión militar, varias columnas de combatientes de otros campamentos se reunieron durante toda una noche revoloteando entre las fogatas. Darwin, Shoreni y otros chicos de la Escuela de Cuadros fueron formados en la madrugada y caminaron delante de las columnas dirigidas por dos guías asháninkas que marchaban velozmente. Hicieron la ruta durante tres días.
Luego la columna se dividió en dos partes. Una de ellas salió a cazar mientras otra fue apostada en un trecho cercano como resguardo. Estuvieron así varias horas, pero la columna de cazadores no regresó. Durante todo un día y toda una noche, continuaron de pie, protegidos tras los arbustos. Por fin, entre las sombras de la oscuridad, como luces de luciérnagas, se divisaron destellos brillantes en el monte cercano.

Darwin dio la primera voz de alerta y los hombres se distribuyeron en posiciones alejadas. El canto monótono de las chicharras fue interrumpido por aleteos de pájaros y graznidos de cuervos. Se escuchó el ruido de cañas quebradas en una loma cercana. Hacia ahí se dirigieron lentamente.
Desde lo alto vieron hombres vestidos de verde, camuflados con ramas de árboles. Era una patrulla del ejército que se arrastraba a pequeños trechos entre las piedras del río. Sus pesadas botas apenas les permitían avanzar. A una orden del mando militar, alistaron sus flechas envenenadas con jugo de sashbi y dispararon. Aunque la luna estaba en cuarto creciente y la visibilidad era clara, no era propicio utilizar municiones. Los disparos fueron certeros. Gritos y balas de respuesta anunciaron que la patrulla había sido tocada. Los combatientes se replegaron raudamente y no se detuvieron hasta que el cansancio los reunió en un claro en lo más profundo de la colina. La patrulla no los seguiría en la noche si tenían heridos. El mando ordenó volver al campamento. La columna de cazadores tendría que regresar por su cuenta.

La caminata fue trabajosa porque no podían machetear las malezas para no dejar rastros. Ahora sí, no era posible bajar hacia los riachuelos a refrescarse la cabeza. Tampoco había comida, y la extenuación los agotaba. Al séptimo día de camino llegaron al campamento. Los mandos militares conferenciaron con los mandos políticos y decidieron levantar el campamento y huir. La patrulla podría llegar en cualquier momento. Esa noche los hombres y mujeres de la masa, antes que desapareciera la luna, ya estaban desfilando por el monte. A las pocas horas de marcha, los mandos militares detectaron a dos mujeres que querían escapar de las columnas. Habían ido apartándose poco a poco hasta casi alejarse de la formación. Se las arrastró hacia un costado y se ordenó romper las columnas de avanzada. Después de una brevísima arenga de escarmiento, ellas y sus tres hijos fueron estrangulados y acuchillados. Los gritos fueron apagados por el murmullo de la masa reorganizándose otra vez en columnas. Darwin y Shoreni avanzaban en la retaguardia con arcos y flechas al hombro, por primera vez, convertidos en Fuerza Principal.

Cuando el cielo se fue despejando y la lluvia se detuvo, buscó un árbol grande, cavó un hoyo y se cubrió con ramajes dispuesto a descansar. El cansancio lo obligaba a cerrar los ojos, pero algo le advertía que no debía dormir. Sólo cabeceaba por momentos, precaviendo cualquier peligro. Se sentía demasiado débil para proseguir. Tuvo rabia pensando que habría sido para él muy fácil cazar a las pavas que antes había descubierto, pero se hubiera expuesto demasiado. Sólo su perseguidor se había arriesgado a cazar. Su perseguidor no tenía ninguna prisa. Estaba aguardándole.
Tenía que matarlo. Matarlo antes de ser encontrado por él.

El día lo sorprendió aún despierto, escuchando el tamborileo intermitente de pájaros carpinteros que picoteaban, gozosos, la corteza de los troncos. Ni aunque hubiera tenido flechas los hubiera alcanzado, no porque no quisiera, sino porque Shoreni decía que eran pájaros sabios que se comían a los insectos y gusanos que enfermaban y podrían los árboles. Ningún nativo mataba pájaros carpinteros, aunque el hambre apretara el estómago.

Contemplándolos, recordó la época en que podía sentarse con Shoreni bajo los árboles, y conversaban con los paujiles negros de pico rojo que se posaban en las ramas.
Pero ninguno tan bello como el pájaro violinista, de plumaje azul metálico, que solitario y desesperado, llamaba a su pareja a través de una melodía tristísima. Hubiera querido, en aquel momento, encontrar ese canto tan largo y dulce como jamás hubiese escuchado. Ahora, él era como los pájaros que volaban de rama en rama huyendo. Estaba solo y podría morirse ahí mismo, quedarse sentado bajo el árbol y dejar que las hormigas lo invadieran y devoraran, hasta que la cara y todo su cuerpo reventara y luego vinieran los buitres y pelaran sus huesos. Esa era la suerte de los traidores.
Comenzó a traicionar al partido la tarde en que se malogró la radio del campamento y perdieron la comunicación con el exterior. Ese día hubo un gran alboroto y los mandos se alteraron.Formaron a la gente y los arengaron durante horas. Tendrían que esperar la partida de una columna de combatientes que hiciera contacto con otro campamento para el apoyo logístico. Necesitaban órdenes e instrucciones del partido que no llegaban.
Darwin no encontró a Shoreni. Pensó que estaba destinado a la formación de los centinelas que resguardaban el camino, pero no lo halló cuando llegaron los relevos. Intrigado, preguntó por él al mando militar. A Shoreni y a su madre los habían ajusticiado porque su padre se había fugado. Los asháninkas fueron los primeros que empezaron a huir. El partido ordenaba no distraer ya a la masa con juicios públicos de traidores. Darwin no supo qué contestar. El mando militar lo llevó fuera del campamento, haciéndole recorrer un largo trecho. Le enseñó un cuadrado de tierra removida. Ahí estaban enterrados. Los habían liquidado como medida de seguridad para impedir que los capitulados regresaran a rescatar a sus familiares. Eso ya se había visto. Los cuerpos no habían sido arrojados a la quebrada, sino enterrados, así que Darwin sospechó que la patrulla debía estar muy cerca y por ello los combatientes no querían dejar rastros humanos en el camino.
Regresó en silencio al lado del mando. Este le dijo a Darwin que, siendo Fuerza Principal reciente, todavía podía ser débil. Pero las leyes militares tenían que ser cumplidas y se debía vigilar bien a la masa.

Por la noche, apretado contra la manta, lloró de rabia. Shoreni era su amigo y era combatiente de la Fuerza Principal como él. Recordó lo que le había dicho su padre: los mandos se equivocan.
Al día siguiente, en la comida, se acercó a su padre y le habló.
—Quiero vengarme —le dijo.
—No —le contestó su padre—. Ahora no. Tenemos que escaparnos. Nos iremos hasta el río grande. De ahí caminando llegamos a una base y nos entregamos. No importa si nos matan. Si nos quedamos aquí, también vamos a morir de hambre.
Darwin aceptó. Decidieron esperar fecha propicia para establecer la huida. Se levantó con el cuerpo aún entumecido y caminó despacio. No se dejaría vencer por Mardonio. No dejaría que le clavara el cuchillo en el cuello. Se defendería y lo heriría hasta hacerlo sangrar. Y aunque Mardonio lo matase, estaban tan lejos del campamento que moriría en el camino si él lo sabía herir.

Descendió por la ladera sintiéndose más calmado y tranquilo que el día anterior. Observó desde lo alto la trayectoria del río y hacia él se dirigió. Avanzó cada vez más confiado hasta que descubrió al fondo de la ribera, en la misma margen en que se hallaba, los techos de algunas cabañas. Había llegado. Debía ser una comunidad. Dio rodeos por los claros sin descuidar sus espaldas.
A lo lejos vió balsas y canoas conducidas por niños vestidos con las largas túnicas de cushma que usaban los nativos. Se acercó arrastrándose hacia las cabañas. Trepó una cuesta hasta llegar al costado de la choza más alejada del pueblo, se recostó sobre las cañas y descansó.
¿Dónde estaría la gente? estaba adormecido, cuando una mujer se le acercó. Apenas escuchó lo que decía y no contestó a sus preguntas porque no lograba entender. Ella trató de levantarlo, pero su cuerpo estaba pesado y no le obedecía. La mujer lo soltó y se fue corriendo. Regresó con dos hombres que trataron de hablarle, pero tampoco pudo contestar.

—Agua, agua —pidió y sintió que se le ahogaba la voz.
—Es un niño, es un niño —decía la mujer.
—He venido a entregarme —dijo, y la cabeza le cayó hacia el pecho.
Escuchó voces y gritos a su alrededor. Lo levantaban. Lo llevaban y él no veía nada ni podía hablar. Lo sacudieron de arriba a abajo, lo estiraron y recostaron sobre el piso. Cuando abrió los ojos, varios hombres armados lo rodeaban. La mujer que lo había visto primero tenía el rostro muy cerca de él.

—Tenemos que llevarlo a la base militar —dijo uno de los hombres—. Hay que registrarlo.
Dejó que le arrebataran su cerbatana y su cuchillo.
—Denle de comer y luego nos lo llevamos —continuó el hombre que había hablado.
Lo alzaron en vilo de nuevo, hacia una cabaña. Ahí lo rodearon otras mujeres y unas niñas. Lo colocaron sobre una tarima y lo taparon con una frazada. Alguien le alcanzó un cazo de sopa humeante con fideos, que Darwin apenas pudo probar. La mujer le dio unas cucharadas.

—¿Cuánto tiempo has estado caminando en el monte?
—Muchos días —balbuceó.
—No te puedes mover todavía. Te quedarás hasta mañana. Cuando ya puedas caminar, tienes que ir a la base. ¿Cuántos años tienes?
No sabía exactamente, pero debía tener doce o trece años.
—No te preocupes, aquí nadie te va a hacer nada.
—¿Y en la base? —murmuró.
—Tampoco. El teniente David es buena gente. No te preocupes. Nadie te va a hacer daño.
Darwin se arrebujó en la frazada y comenzó a llorar.
—Van a venir a buscarme —dijo—, me van a matar.
—Aquí hay ronderos. Aquí nadie te va a poder atacar, la base está muy cerca y el Comité de  Autodefensa ya está informado. Por ser menor de edad no eres arrepentido sino presentado.

Tenemos otro niño como tú, cuando estén mejor, los llevamos a la base.
“Presentado”, pensó Darwin. “Presentado”, repitió en voz alta, y se quedó dormido. Al día siguiente pasó todo el día recostado. La mujer le trajo estofado de gallina. Por la tarde lo visitaron algunos niños que lo observaron por la puerta de la cabaña. Al anochecer llegó un hombre bajo, de bigotes, armado con una retrocarga. Se presentó como el comando de la comunidad, autoridad militar. Le hizo algunas preguntas. De dónde venía, con quiénes había vivido, dónde estaba el campamento del partido, si él se había escapado solo o no. Darwin contestó todo lo que sabía. El comando le dijo que estaba en observación y que sería conducido inmediatamente a la base militar. Le afirmó que nadie le haría daño, pero que no confiaban en él todavía. Dependería de su comportamiento y su colaboración para que pudieran incorporarlo a una comunidad. El teniente de la base determinaría su destino. Se dio media vuelta y, al llegar a la puerta, se volvió y lo miró por unos segundos. Luego salió.

Cuando cayó la noche, lo condujeron hacia el río. Otras personas lo esperaban en un gran bote. Lo sentaron en la popa, detrás de un rondero armado. A su lado, medio encogido, estaba Mardonio. Quiso levantarse, gritar, correr, pero siguió sentado, mirándolo. Mardonio tenía la vista clavada en el piso, Luego levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de él. En el rostro de Mardonio vio al miedo. 
—¿Sabes a qué base vamos? —preguntó Mardonio.
—A Valle Esmeralda —contestó Darwin.
—No somos arrepentidos, sino presentados.
—Sí, ya lo sé —dijo él, y sonrió.

GOLONDRINAS - RÓGER RUMRRILL

GOLONDRINAS  
                                                               

RÓGER RUMRRILL


 RÓGER RUMRRILL
Iquitos,1938
Escritor y periodista especializado en ecología y desarrollo sostenible en el trópico sudamericano y en particular de la Amazonía Peruana. En la actualidad es asesor de organizaciones indígenas y campesinas de la región andino amazónica. Ha publicado una veintena de libros sobre la compleja realidad amazónica, incluyendo poesía, narraciones, ensayos, historia, guiones de cine y cientos de artículos tanto en la prensa peruana como en la internacional.
Algunos de sus libros:
Poesía : Magias y canciones, Axpikondiá, Memorias desde un otoño;
Narración: Vidas mágicas de tunchis y hechiceros, El venado sagrado, La anaconda del Samiria, Narraciones de la Amazonía;
Ensayo: Reportaje a la Amazonía, Los condenados de la selva (en coautoría con Pierre de Zutter), Amazonía hoy. Crónicas de emergencia, Narcotráfico y violencia política en la Amazonía Peruana. Dos nuevas variables en la vieja historia de la selva alta y baja del Perú, Pioneros de Loreto (en coautoría con Fernando Barcia García).

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Textos :
GOLONDRINAS
Desde hace algunos meses, millones de golondrinas casi se han posesionado de la ciudad. Son capaces inclusive de negarnos la luz que nos alumbra y el calor que nos caliente, cuando en las tardes sobrevuelan la ciudad y cubren con el océano de sus alas el ojo brillante del sol.
Todo comenzó hará unos cinco meses. Súbitamente, la ciudad se quedó en penumbra y todo el mundo comenzó a gritar: ¡eclipse, eclipse, eclipse! Los niños abandonaron sus juegos; los vehículos pararon sus motores; los peatones, en la calle, detuvieron su paso; los comensales en los restaurantes se quedaron con el tenedor o la cuchara en la boca. La ciudad se quedó en silencio sólo para oír el extraño y poderoso rumor, como una tempestad tropical, que producían el gorjeo y el chillido de esos millones de animalitos que sobrevolaban la ciudad.
El mar de alas y picos se entretuvo así durante dos horas. Luego, por grupos seguramente conformados por miles de avecillas, empezaron a descender en picada formando gigantescos tirabuzones de plumas, vertiginosos embudos de aire y gorjeos, flechas de plumas que competían con la velocidad del aire. Se apoderaron de los árboles de pomarrosas de la Plaza de Armas; de los aleros y torres de la Iglesia Matriz, de los caimitos, zapotes, naranjeros y shiringas de las huertas y de las techumbres de las casas. Se pararon con sus patitas delicadas en las antenas; penetraron en los escaparates de las tiendas para columpiarse en los biombos de exhibición de géneros y se introdujeron en las jaulas de pericos y gorriones de las casas. No había árbol en la ciudad que no tuviera, en vez de hojas y frutos, golondrinas.
Empezaron a ocurrir, a partir de ese día, incidentes que han modificado y alterado la vida de la ciudad y sus gentes.
Reunidos en sesión solemne y extraordinaria, el honorable Concejo Provincial de Maynas, con asistencia de todos sus miembros, excepto uno que estaba en cama cogido por la erisipela, acordó tomar medidas de emergencia para defender el ornato de la ciudad y mantener incólume el prestigio de su limpieza a la cual contribuían las lluvias tropicales que lavaban gratuita y puntualmente las calles y callecitas y los gallinazos que habitaban las techumbres de calamina y los basurales del camal y del puerto de Belén y que devoraban las carroñas a enérgicos picotazos, mientras los asombrados turistas gringos disparaban sus “mamiyas” recogiendo esas inolvidables impresiones.
-No es posible que estos pájaros vengan a cagar nuestra ciudad, ensuciando los pamorrosas de la plaza- había dicho el alcalde Juan Arredondo.
Teniendo a la vista este argumento justificado plenamente con el olorcillo a mierda que se filtraba desde la plaza por las ventanas al gran salón de sesiones del Concejo, por unanimidad, los padres de la ciudad acordaron solicitar a los bomberos que cada noche, después que las golondrinas se hubieran acurrucado en el entrevero de ramas de las pomarrosas, vinieran con sus bombas y con poderosos chorros de agua las desalojaran y mataran en resguardo de la belleza de los árboles que estaban cambiando de color con la cada de las golondrinas.
Pero mientras el acuerdo del honorable Concejo se transcribía mediante resolución municipal a la Comandancia del Cuerpo de Bomberos y éste, a su vez, se reunía en sesión solemne para responder mediante un oficio en sobre lacrado y sellado, pasaron varios días.
Durante esos días, el espectáculo de las golondrinas se había convertido en la comidilla de todo el mundo, de propios y extraños, como decían los diarios y radioemisoras locales. Cada tarde, a la hora en que las avecillas sobrevolaban la ciudad preparándose para sus acrobáticos descensos luego de haber volado por el confin de la Amazonía en busca de alimentos, parejas de enamorados y esposos llegaban a la plaza para mirar ese ballet aéreo que nadie en la ciudad había organizado y que, sin embargo, concitaba la atención de todos. Esposos que se habían olvidado hacía mucho tiempo de coger las manos de sus esposas y pasearse con ellas como en sus días de noviazgo, volvían otra vez a repetir el paseo habitual por la plaza para mirar las golondrinas. Padres de familia que en muchos años no habían llegado a sus casas a las seis de la tarde por haberse acostumbrado a quedarse a esa hora en el bar de “Pablito” a mitigar el calor tropical con una cerveza, repetían una vez más sus paternales hábitos –ya dejados de lado- de llevar a sus hijos de la mano a dar un paseo por el parque.
-¡Vamos a la plaza a mirar las golondrinas!- decían los jóvenes quinceañeros y se iban al Malecón a besarse a la sombra de las pomarrosas cargadas de golondrinas.
Hasta el ciego Román había alterado sus costumbres. Hacía años que no salía en las tardes y menos en las noches. Pero con la llegada de las golondrinas salía a las seis y se dirigía a la plaza sin lazarillo, sólo ayudado por su bastón de palo de itaúba y decía que él podía mirar a las golondrinas como cualquiera que tuviera ojos por el gorjeo y chillidos que éstas emitían.
Esa, por ejemplo, debe tener 16 centímetros y tiene 7 meses de edad. Ese otro es macho y la otra es hembra. Esa gorjea más fuerte que las otras porque no ha comido bien. Esa otra chilla de una manera muy rara, debe estar herida decía el ciego Román.
Algunas tardes, cuando estaba de buen talante, el ciego Román se paraba sobre una banca de la plaza, a la sombra de las golondrinas, y se explayaba en largas explicaciones sobre ornitología, ciencia que, decía, le apasionaba desde los lejanos días en que era práctico o guía de las lanchas que navegaban en los ríos amazónicos y, por lo tanto, podía ver en la oscuridad y tenía una vista de lechuza, como solía decir.
Estas golondrinas han viajado miles de kilómetros. Seguramente han atravesado el océano para llegar aquí, quizá en busca de alimentos, porque a ellas no les gusta el bosque, no les gusta el trópico y tampoco las regiones polares. Seguramente han llegado de alguna región del mundo donde ha habido un cataclismo y el clima y las condiciones de vida en esa parte del planeta han variado bruscamente- repetía el ciego Román ante la mirada embobada de los niños, los padres, los enamorados, los turistas y todos los curiosos que asistían a la Plaza de Armas para ver las golondrinas y escuchar al ciego Román.
Cuando la orden de desalojo de las golondrinas finalmente llegó al escritorio del Comandante de los Bomberos, quince días después de la sesión solemne del Concejo Provincial, ya se había formado un Sindicato de Defensa de las Golondrinas, y una Brigada de Lucha de los Recursos Naturales y Preservación de la Ecología integrada por padres de familia, enamorados, turistas, el ciego Román, guardias civiles, estudiantes, algunos militares, bomberos y nativos de las tribus indígenas que habitaban en las proximidades de la ciudad como yaguas, cocamas y cocamillas. Estos últimos veían en las organizaciones mencionadas la posibilidad de utilizarlas a favor de una campaña nacional sobre los recursos naturales amazónicos que durante miles de años han sido patrimonio de estas tribus y que ahora, devorados por un insaciable e inagotable consumismo urbano-industrial, están siendo destruidos con riesgo de una rápida y fatal agonía biológica de los más antiguos habitantes de la jungla.
Fueron estas dos organizaciones que se opusieron tenazmente a la aplicación de la medida decretada por el Concejo, a través de acciones concretas de lucha y resistencia. Así, mientras el sindicato regaba de tachuelas el perímetro de la Plaza de Armas para pinchar los neumáticos de los carros bomberos, la brigada formaba con sus brazos verdaderas cadenas humanas alrededor de los árboles. Otras veces, cientos de integrantes del sindicato paseaban un muñeco que representaba al alcalde picoteado por las golondrinas, mientras que los brigadistas arrojaban las golondrinas muertas por los bomberos en las puertas de las casas de los honorables miembros del Concejo Provincial, impidiendo además que los servicios de Baja Policía, así como los perros vagabundos, recogieran esas golondrinas que, con el calor húmedo del trópico, en pocas horas, se pudrían e inundaban la ciudad de una pestilencia insoportable.
Luego de más de un mes de escaramuzas, que costó la vida a aproximadamente diez mil golondrinas y la prisión temporal de trece miembros del Sindicato y veintiún brigadistas, el honorable Concejo Provincial de Maynas levantó la orden de matanza de las golondrinas y cambió el sentido de la resolución municipal. En adelante, la Comandancia de Bomberos no sólo se encargaría de proteger a las golondrinas de los semillazos de aguaje de los muchachos y de los cazadores que, red y bolsa en mano, llegaban furtivos exactamente a las seis y treinta y cinco de la tarde, en el mismo instante en que se hace la noche –diez minutos antes de que se encienda el alumbrado público-; asimismo, la Comandancia también se ocuparía de lavar con sus potentes chorros de agua los árboles y las hojas embadurnadas de mierda de golondrina, hubieran levantado vuelo con dirección a los lugares más remotos de la Amazonía, allí donde fuertes ventoleras procedentes del Atlántico empujaban nubes de mosquitos, zancudos y otros insectos que eran la delicia de los pájaros.
Una semana después de haber dispuesto las más extremas medidas de protección para las avecillas y de la inevitable disolución del Sindicato de Defensa de las Golondrinas y la Brigada de Lucha de los Recursos Naturales y Preservación de la Ecología, bajo la amenaza de los yaguas, cocamas y cocamillas de fundar una organización paralela y combativa con fines y objetivos más claros y precisos, el alcalde Juan Arredondo volvió a convocar a otra sesión solemne.
-Honorables miembros del Concejo Provincial de Maynas, he convocado a esta sesión solemne para proponer a ustedes, que representan a toda la colectividad y sus intereses más sagrados, que en vista de que las golondrinas se han convertido en una de nuestras más importantes fuentes de ingreso de divisas, ya que de todo el mundo están llegando los turistas que vienen a admirar este espectáculo extraordinario, se disponga mediante resolución municipal que las golondrinas se queden no sólo éste sino el próximo y el próximo y todos los veranos en los años sucesivos de la Amazonía– expresó con voz grave y afectada, el alcalde Juan Arredondo.
La propuesta del Alcalde fue aprobada por unanimidad y, al día siguiente, los diarios publicaron en primera página y con titulares gordos el “atinado y sagaz” acuerdo del honorable Concejo Provincial y destacaban la “visionaria inteligencia” del alcalde Juan Arredondo.
Un tiempo después que el municipio expidió esta resolución, empezaron a circular algunos inquietantes rumores y extrañas interpretaciones sobre la presencia de las golondrinas en la Amazonía.
Una de estas versiones –la más difundida- decía que la presencia de millones de golondrinas en el bosque húmedo tropical, era el anuncio de algún cataclismo inminente, tal como ocurrió hacía más de cien años en la Amazonía cuando una noche estrellada de junio, una noche de San Juan, el Patrono de Iquitos, atravesó el cielo, iluminándolo, como un día cualquiera de sol canicular, el cometa Halley con su cabeza y su cola de fuego, y las gentes de Iquitos, Contamana, Nauta y Jeberos temblaron de miedo y de asombro e interpretaron esta aparición como el presagio de acontecimientos memorables.
Al día siguiente, hicieron su aparición millones de golondrinas, de una de las setenta y cuatro especies que pueblan el planeta y que, según los informes científicos de la época, habían atravesado en un solo vuelo los océanos Atlántico y Pacífico y todo el gran valle del Amazonas en una travesía de cuarenta mil kilómetros, viajando día y noche, guiándose por la posición del sol y de las estrellas en la noche. Ese mismo mes, justo el último día de la fiesta patronal, una nube negra, como un inmenso gallinazo, se detuvo sobre la ciudad a las cinco de la tarde. A eso de las siete y media de la noche, se rompieron los cántaros del cielo y comenzó una lluvia que sólo se detuvo un mes más tarde, cuando los gatos y los cerdos, la gallinas y los perros habían sido totalmente exterminados por el hambre, y la ciudad aparecía flotando, como una balsa gigante que navega en un mar de islas de bosques arrancados por la creciente del gran río. Durante meses, los gallinazos se entretuvieron picoteando la carroña de los ahogados colgados en las copas de los cedros gigantes y de las lupunas barrigudas.
Esta versión, cuyo autor no había sido identificado, pero se suponía era el shamán de una tribu indígena en trance de extinción –“los Iquitos”- decía que mucho antes que llegaran los jesuitas y franciscanos a la Amazonía, mucho antes incluso de la llegada de los hombres blancos y barbudos con sus pestes y sus armas de fuego, antes incluso de que los tupinambaranas construyeran un imperio tan grande sobre la Amazonía que allí si no se ponía el sol, porque las ciudades y los pueblos estaban debajo del agua, en las profundidades de las cochas y las pozas y a donde sólo se llegaba con la llave maestra del yage, mucho antes las golondrinas habían anunciado con sus gorjeos y chillidos, con su caca verdosa y su vuelo suave y suelto, su insaciable hambre de insectos, el hundimiento de un reino que se llamaba Atlántida, poblado de hombres gigantes como los árboles y no de cuyos sobrevivientes, según una leyenda que fue trasmitida por todos los pueblos y razas que habitaron la Amazonía, había anunciado que cuando aparecieran otra vez las golondrinas, cien lunas después de que una cola de fuego iluminara la noche amazónica, algo inminente estaba por acontecer.
Coincidentes con estos rumores e interpretaciones están ocurriendo en la ciudad algunos sucesos que la gente no sabe si atribuirlos a la casualidad, a la hechicería o a las bromas de algún individuo juguetón o quien sabe a una mano o poder misteriosos que quiere comunicar el gran acontecimiento que se avecina.
Así, por ejemplo, el otro día don Pascual Fasavi, un viejo cauchero de ochenta años, abrió su baúl forrado en cuero y reforzado con tiras de hojalata –como solían hacerse los baúles a principios de este siglo en la casa del hojalatero Barbagelata- y cuál no sería la sorpresa de Fasavi, cuando del fondo del baúl salieron vivitas y gorjeando un puñado de golondrinas que se escaparon por la ventana. El viejo Pascual contó a sus vecinos que en el baúl guarda documentos de negocios de ventas de caucho efectuadas en 1910 con casas importadoras de Londres, así como también colecciones de ediciones que hace tiempo han dejado de circular. La última vez que abrió el baúl fue hace diez años y lo hizo para cambiar la chapa herrumbosa y asegurar la llave en un llavero, que jamás ha salido del pasador de su pantalón.
Pero eso es lo de menos, como dicen las gentes en Iquitos, comparado con el incidente que acaba de vivir doña Goya Góngora, quien dejó hirviendo su sancochado de carne de vaca y luego de media hora de fuego intenso con trozos de la mejor leña de capirona, al destapar la olla para echar sal y condimentos, como en los cuentos de las mil y unas noches, junto con el vapor de la sopa salieron volando dos golondrinas que no tenían la menor traza de haberse ni siquiera salpicado con la sopa hervida.
El cajero de una tienda que vende hierros para construcción fue a dar vuelto a un cliente y se encontró con la sorpresa de que en la caja eléctrica en vez de monedas de a sol y cinco soles, había huevos blancos con manchitas grisáceas, es decir, huevos de golondrinas.
Sin embargo, acaba de suceder un hecho que está en la boca y en la imaginación de toda la gente. La noticia de este acontecimiento ha volado de un punto a otro de la ciudad, como viento que penetra en las casas por las puertas y ventanas hasta los más diminutos escondrijos. Las gentes agrupadas en las esquinas lo comentan; los diarios y las radioemisoras, aunque tienen la información, se niegan a difundirla por temor a provocar un pánico colectivo; los médicos se han reunido de emergencia para analizar las implicancias científicas de este suceso. Incluso los curanderos, médicos vegetalistas y shamanes de la Amazonía, están llegando a Iquitos para emitir un pronunciamiento sobre este hecho. En las escuelas, los maestros no pueden dictar sus clases porque los niños los interrumpen formulándoles preguntas que ellos no saben cómo responder. En los hogares, los padres están pasando por los mismos aprietos. En realidad, nadie sabe cómo responder, nadie sabe cómo explicar por qué una mujer cuyo nombre los médicos del hospital mantienen en reserva, en vez de dar a luz a un bebé común y corriente como todas las mujeres del mundo, ha dado a luz una golondrina.
Además, por primera vez en cinco meses, hoy día las golondrinas no han regresado a ocupar sus árboles de pomarrosas en la Plaza de Armas, y toda la gente de la ciudad ha salido a las calles a esperarlas. Ya son más de las siete de la noche y la gente está cada vez más inquieta. Finalmente, yo no sé si estarán esperando a las golondrinas o al gran acontecimiento que tiene que ocurrir.